Los colores del cristal
El otoño va tiñendo de oro y barro las copas de los árboles. También de cobre y sangre. La intensidad de tonos del bosque penetra las honduras del alma, cortando la respiración de pura belleza. La condición previa: haberse quitado las gafas de sol del verano.
Siempre se ha dicho que la vida se ve según el color del cristal con que se mire. Es un dicho popular cuya verdad continuamente se olvida por su propia obviedad. Sin lugar a dudas, los cristales ahumados oscurecen la realidad que nos rodea, pero hay personas que parecen llevar continuamente gafas de sol en los ojos de la mente y del corazón. Todo lo ven negro, sucio, injusto, mortecino y nublado. A todos puede ocurrirnos lo mismo en algunos momentos del día, algún día al mes o en algunas etapas de la vida. Cuando nos pasa, estamos absolutamente convencidos de que la realidad ha cambiado de repente o de que nunca la vimos tal cual era. ¡Hasta tal punto llegamos a confundir el color del cristal con aquello que vemos! Aunque, en este caso, sería más acertado decir, con aquello que no vemos de verdad, porque lo vemos de un modo distorsionado.
La distorsión cognitiva en Psicología es una creencia irracional, una interpretación no funcional de la realidad que tiene consecuencias en las decisiones que tomamos y en la conducta que seguimos. Influye decisivamente en lo que se llama perturbaciones o trastornos de la personalidad. Pero podría decirse que una serie de distorsiones cognitivas conforman una visión del mundo y, a la larga, un carácter, una forma de ser. Y todos las tenemos ya que todos hemos introyectado -aceptado sin digerir- órdenes y mandatos de los padres, algunos de sus miedos y obsesiones, de la cultura familiar que heredaron a su vez de sus padres y abuelos y, en definitiva, parte de su forma de ver el mundo y de interpretar la realidad. A medida que crecemos vamos asimilando las creencias y manías de algunos profesores y de otras personas que tuvieron un contacto especial o más prolongado con nosotros. De algunas nos deshacemos con cierto esfuerzo, pero otras crecen con nosotros como parásitos en las neuronas y en los intestinos hasta que las hacemos nuestras.
La sociedad acepta, si bien con ciertos límites -las leyes aplicables y las pautas sociales dominantes-, el que podamos ver la vida con distintos colores. La Psicología clásica y la Psiquiatría no se ocupan, por tanto, de las personas adaptadas a su entorno familiar, laboral y social. Aunque se puede sufrir internamente por un exceso de adaptación o, por el contrario, por no poder encontrar un medio para compartir y desarrollar, por ejemplo, el ansia de trascendencia. Así pues, si alguien atraviesa lo que Stanislav Grof denomina una "emergencia espiritual" -un despertar de la conciencia o una crisis mística- y no la puede integrar porque no encuentra a su alrededor el marco teórico ni las personas que puedan acompañarle, probablemente acabará en un psiquiátrico diagnosticado como psicótico. De esto se ocupa, entre otros asuntos, la Psicología transpersonal, que considera la dimensión espiritual del ser humano.
En este sentido, es como si el sistema permitiera que cada uno utilice las gafas que quiera con tal de que estén dentro de su almacén de gafas, otra forma de llamar a los paradigmas imperantes. Pero los paradigmas también se basan en creencias e intereses. Por ejemplo, Giordano Bruno fue quemado en la hoguera, en el año 1600, por mantener algo hoy día admitido y que Copérnico había descubierto unos años antes: que la tierra giraba alrededor del sol, y no al revés. El Papa que le persiguió fue canonizado como santo, pero nadie se acuerda hoy día de él. La Historia, sin embargo, ha hecho justicia al "hereje" que no se retractó ni se plegó al paradigma geocéntrico de la época. Sus estatuas recuerdan el precio que se puede pagar a veces por ver la verdad y proclamarla a los cuatro vientos. En este caso, una verdad científica incontrovertible y no una verdad religiosa o política, que no son sino visiones contempladas con cristales teñidos de colores.
Pero no se trata de un juego de niños. La mayoría de las guerras han necesitado y siguen necesitando una enorme distribución de gafas para que los combatientes murieran y sigan muriendo por su Dios y su religión, por su país y por su bandera. Sin esas gafas hubieran visto y seguirían viendo verdades puras y duras, como los intereses territoriales de reyes y tiranos, los planes estratégicos de colonización o la lucha por la posesión de los recursos existentes: petróleo, minerales, yacimientos de gas, tierras fértiles, rutas marítimas y aéreas, mercados de consumidores... La violencia necesita cargarse de razones, sobre todo si los que mueren son los otros.
Puedo imaginar a George Bush y a Sadam Hussein discutiendo a solas su visión del mundo y sus respectivos intereses. Ambos con las gafas rojas de la ira por los agravios recíprocos recibidos o las verdes de la envidia por lo que el rival tiene o las amarillas de la impotencia de no poder eliminar con apretar sólo un botón al satán que creen tener enfrente. Si estuviesen obligados a compartir mesa y habitación durante una semana, sin asesores ni guardaespaldas, sin informes repletos de cifras y hechos, sin la Biblia ni el Corán de donde sacar frases para cargarse de razones, sino únicamente con fotos de muertos y enfermos, de víctimas y escombros, de caras suplicantes de madres y niños, tal vez pudieran mirarse a los ojos y ver el asomo de una lágrima salada, el destello de un miedo inconfesable, el brillo de una posibilidad de colaboración... Simplemente tendrían que destruir antes su almacén de gafas de colores. La destrucción de armas podría venir después. Los posibles gases almacenados son mortales. Las bombas -atómicas o no- que apuntan objetivos enemigos son devastadoras.
Pero todos tenemos un Bush y un Sadam dentro. ¿Quién no se ha visto cargado de justa cólera ante la injusticia del mundo, la lentitud de la burocracia, la inseguridad ciudadana, la suciedad de los parques o la "irresponsabilidad" de la juventud? Si nos quitamos las gafas de la ira, tal vez veamos que en cierto modo hemos contribuido, por acción o por omisión, a aquello que criticamos.
A veces nos ponemos las altivas y nacaradas gafas del orgullo ofendido. El otro debe saber lo ingrato que es por no corresponder a todos nuestros desvelos, a nuestra generosidad "desinteresada". Lo pagará con nuestro silencio y olvido.
Pero hay quien prefiere llevar las gafas arco iris para que vean sus ojos del color que cada cual prefiera. Un modo como otro de agradar a cualquier precio , traicionando el ser que se lleva dentro, bien escondido, por si a alguien no le gusta. Se vende el alma al mejor postor con un buen envoltorio.
Las gafas verdes de la envidia nos convierten en víctimas permanentes. Por mucho que tengamos, el otro siempre parece más feliz, más justamente recompensado o, simplemente, que las cosas le caen del cielo, que no tiene que esforzarse tanto por tener o mantener una pareja, una casa, un trabajo, unos hijos o una vida social gratificante.
Las gafas grises de la avaricia hacen que los recursos del mundo siempre parezcan escasos, la energía poca, los amigos raros, las emociones distantes, el espacio reducido y el horizonte nebuloso y envolvente.
El color del cristal del miedo es marrón. Las caras de los demás desvelan gestos hostiles y miradas de desaprobación. Las decisiones han de ser medidas y pesadas, porque equivocarse es tabú y salirse de "lo que debe ser" atrae la reprobación y la exclusión social.
El color de la gula es rosa. Todo está buenísimo y no hay situación terrible de la que no se pueda salir ni problema pavoroso que no se pueda solucionar. A Peter Pan todo le parece un juego y cualquier juego es divertido hasta que aparece otro más excitante. El color rosa impide ver el dolor ajeno, porque nunca se contacta con el dolor propio de haber sido un niño abandonado o no suficientemente querido.
El color de la lujuria es violeta. El mundo es intenso o no es. La vida se toma por los cuernos, como el toro, o no es vida. La acción es trepidante si todo es azul intenso como el agua de los mares del Sur. El deseo se nutre de la satisfacción inmediata y sin pedir permiso. No vaya a ser que no se lo den a uno.
Las gafas de la pereza son marfil pastel. Cualquier tono más intenso puede producir el riesgo de suscitar emociones incontenibles y punzantes deseos. Entonces hay que hacer un esfuerzo por satisfacer la necesidad adormecida. Mejor olvidarse y hacer que los demás hablen de sí, soliciten lo que quieran y ponerse a su servicio. Al menos se estará incluido en la gran sopa de gallina grupal.
Los colores, por supuesto, son metafóricos. Es posible que para alguien la envidia sea amarilla y la lujuria roja. Pero lo importante es que el color más habitual con el que se tiñe la realidad llega a impregnar la forma de ver la vida, y la vida misma, hasta constituir un carácter, que no es otra cosa que un conjunto de estrategias para contactar con el entorno, para defenderse de peligros imaginarios, para manipular la realidad según los propios deseos. Siempre el ego al servicio de una pasión dominante.
Cuando uno se despoja de cualquier tipo de gafas -y estoy seguro que ocurre muchas veces en la vida cuando ésta nos hace bajar al fondo del pozo y tocar fondo-, la Realidad se presenta desnuda, con toda su belleza y esplendor, con toda su grandiosa tragedia, con un terrible descarnamiento que normalmente evitamos por doloroso.
Pero no es necesario quedarse sin gafas de repente -no vaya a ser que nos deslumbremos-, teniendo que esperar para ello la muerte súbita de un ser cercano, el padecimiento de una enfermedad grave o el desencadenamiento de una profunda crisis existencial. Podemos practicar con gafas más ligeras: las transparentes con lentes de aumento del humor, que nos hacen ver lo grotesco y lo cómico de cualquier situación, o las ligeramente irisadas de la poesía, que nos ayudan a ver la belleza en el corazón de un guijarro o en lo efímero de una nube pasajera.
Si tenemos la suerte de disponer de gafas de todos los colores, de poder cambiarlas a nuestro antojo y de no necesitar andar todo el día con ellas puestas, la Vida se nos desvela instante a instante en todo su esplendor. Este esplendor nos incluye totalmente, al tiempo que nos invita a abandonar armas y bagajes, para fluir en la Gran Corriente que desemboca en el Mar que a todos nos espera.
Alfonso Colodrón
** A música dos 80. Todo tipo de música.
Hace 9 meses